Stephen Batchelor - Santo Desierto 2007

Stephen Batchelor

Tenancingo, Edo. de México, 18 de marzo 2007

Repasemos brevemente nuestra sesión de ayer. Dijimos que durante sus primeras enseñanzas, Buda presenta el camino medio: un camino, un sendero. Luego explica cómo vivimos en este mundo hasta que encontramos una entrada a este camino. Comienza con el enfrentamiento y la clara distinción de la naturaleza de dukkha. No se trata tan sólo del sufrimiento o del dolor, si bien desde luego son aspectos cruciales de dukkha. Se trata de abrir nuestros ojos ante la contingencia fundamental o la condicionalidad de todas las cosas, aquellas cosas insoportablemente impermanentes, efímeras, transitorias y, por lo tanto, cosas en las que no podemos confiar, incapaces de aportarnos el tipo de bienestar, satisfacción o felicidad que tanto anhelamos. Además, cuando observamos a profundidad la vida tal y como se va desplegando ante nuestros ojos, notamos que, en cierto sentido, es impersonal, que es un flujo interminable de condiciones, momentos físicos, momentos mentales que surgen y se desvanecen en esa corriente continua... Entre más miramos en el interior y conseguimos adentrarnos en nuestros procesos internos, observamos que no hay ningún punto fijo, ningún centro inamovible que podamos llamar “yo”. Y así sucesivamente con cualquier aspecto del mundo, de otras personas, de las cosas, de los objetos, las posesiones, las ideas... no podemos decir acerca de nada “esto es mío, me pertenece”. De manera temporal y convencional podemos hablar de “mí” y de “lo mío”, pero si exploramos a profundidad estas nociones, comprobamos que no se sostienen.

Conforme empiezan a derrumbarse nuestras opiniones y nuestros hábitos mentales firmes, el mundo se presenta ante nosotros como extraño, cada vez más extraño, misterioso y quizás hasta sublime. Del mismo modo, conforme nos vamos abriendo al mundo, nos vamos abriendo progresivamente al sufrimiento de los demás... la presencia de nuestro propio sufrimiento se vuelve cada vez más notoria, inevitable e incluso insoportable. Todo ello constituye lo que Buda llamó dukkha prahna, mejor conocido como dukkha.

Es como si nuestra receptividad mental —no se trata de un tipo específico de conocimiento o discernimiento— sino de una receptividad que incluye a todos nuestros sentidos, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos... Es como si nuestra vida se fuera impregnando poco a poco, en aumento, de esta receptividad y entonces la relación con nosotros mismos y la relación con el mundo empiezan a cambiar. Dejamos de creer que aferrándonos a las cosas, tratando férreamente de asirlas, abrazándonos a ellas lograremos la satisfacción y el bienestar que buscamos. De este modo, somos conducidos orgánicamente a la desaparición progresiva del aferramiento. La desaparición progresiva del deseo, del odio, del apego... Este dejar ir el aferramiento culmina en un punto de cesación: el cese de la avaricia, el cese del odio, el cese de la confusión. En esos momentos atisbamos de manera real la posibilidad de vivir en este mundo sin necesidad de estar condicionados por el aferramiento. Esos momentos son el acceso a vivir una vida integralmente desde otra perspectiva.

Entonces nos movemos de una vida dictada por el miedo y los hábitos hacia un sendero donde podemos vivir más plena y, en cierto modo, más auténticamente. Entramos a lo que Buda llamó “el flujo” que comprende diferentes aspectos de la vida, la manera como vemos las cosas: cómo hablamos, cómo pensamos, cómo trabajamos... Buda llamó a cada uno de estos aspectos sammã, comúnmente traducido como “correcto”, como “el recto punto de vista” o “el recto pensamiento”. Pero, en realidad, sammã significa “completo”, pleno. Significa “vivir la vida plenamente” en oposición a vivirla de forma limitada. Por lo tanto, la visión budista es en realidad una visión que parte de este discernimiento acerca de la naturaleza de la vida misma, este surgimiento co-dependiente de todas las cosas. Mas en el proceso de la impartición de sus enseñanzas, Buda no se queda en ese experimentar la vida en toda su complejidad, contingencia y relatividad sino que traduce dicha experiencia en una forma de vida, en un sendero

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Claro

que esto suena bien pero, en la práctica, continuamente nos damos cuenta de que estamos obstruidos o bloqueados, impedidos de vivir plenamente ese camino. El solo haber tenido un instante de discernimiento en el cual el camino se abre ante nosotros, no significa que el sendero carezca de obstáculos. De hecho, el budismo plantea cinco obstáculos: el apego; la aversión; el desasosiego; el letargo o la pereza, y la duda, la incertidumbre o la indecisión. Pese a que hayamos atisbado en algún momento esa posibilidad de apertura en nuestra meditación, constantemente nos descubrimos con bloqueos, con obstáculos. Por lo tanto, en más de un sentido, lo que llamamos nuestra práctica es la práctica de aprender a vivir en, a entender y a trascender estas condiciones limitantes. La manera más enriquecedora en la que el budismo explora estas situaciones restrictivas, de bloqueo, es la imagen de Mara o, en otras palabras, el Diablo.

El vocablo Mara literalmente significa “el asesino”. Su raíz proviene del sánscrito Mrtyu que es una forma activa del sustantivo “muerte”. De hecho, Mara puede ser entendido como Yama o, dicho de otro modo, como la muerte misma. Se trata de la muerte física y —lo que quizá resulte de uso más práctico para nosotros— Mara describe un estado de muerte interior, de forma tal que obstrucciones como la avaricia, el odio, la pereza y así sucesivamente, conducen a un tipo de muerte. Cuando nos encontramos, por poner un ejemplo, en un estado de ansiedad o de preocupación o de un ensueño que se repite de manera constante durante la vigilia, no estamos viviendo plenamente sino que estamos atrapados, impedidos, varados. Si le damos un uso simbólico a estas acepciones, si Mara es la muerte, es decir, el no vivir plenamente, entonces Buda y el dhamma son la vida, son la forma en que podemos vivir: de manera óptima y total.

Me gustaría explorar la idea de Mara mediante la reflexión de un texto llamado Pathãna Sutta lo cual implica que la lucha se encuentra presente en el Sutta-Nipãta. Los estudiosos y los budistas tradicionales vivos reconocen este sutra como una de las bases del canon pali temprano. Al inicio del texto escuchamos a Buda decir: 

—Yo vivía en los márgenes del río Neranjara y estaba involucrado en esta lucha practicando la meditación con todas mis fuerzas con el fin de poder liberarme de las ataduras —la palabra “ataduras” sugiere la idea de Mara atado, atrapado. Continúa el texto:

—Namuci vino a mí y comenzó a hablarme con palabras que parecían llenas de compasión:

—¡Estás tan pálido y delgado! ¿Acaso estás a punto de morir?

Ahora bien, ¿quién es Namuci? Es uno de los nombres que la tradición budista le da a Mara. Sin embargo, Namuci es una deidad, un dios, un demonio que quizá provenga de la antigua tradición veda. Se creía que Namuci era el demonio que impedía las tormentas monzónicas. Recordemos que aun hoy en día, en la India, los monzones son cruciales para que pueda proseguir la vida, para que puedan sobrevivir humanos y animales por igual. Namuci es ese demonio imaginario que detiene estas aguas. La palabra misma significa “el que retiene el agua”. Una vez más estamos frente a esta imagen de confinamiento, de aferramiento, de limitación; estamos frente a una imagen de muerte que contrasta con la posibilidad de vida. En la mitología hindú le corresponde a Indra —rey de los dioses— derribar a Namuci con su vajdra, su cetro, y a Namuci no le queda más remedio que permitir que el agua se derrame.

He aquí poderosos símbolos universales en marcha, puesto que el agua es la metáfora predominante de la vida misma, de forma tal que mientras Buda se refiere a entrar a la corriente, Namuci es quien bloquea dicha inmersión. Cuando nos sentamos a meditar tal vez nos parezca que nuestra práctica fluye, nos decimos a nosotros mismos que las energías del cuerpo parecen liberarse, que las energías de la mente son creativas. Pero en una sesión diferente podemos sentir exactamente lo opuesto: todo parece un bloqueo, no hay flujo, no hay energía, no hay movimiento; sólo una estática total.

De hecho, creo que cuando después de nuestra práctica cotidiana decimos “ésa sí que fue buena”, nos referimos a que entramos en un fluir, cierta fluidez, movilidad o dinamismo. Y creo que también en nuestras vidas, en nuestro trabajo, en nuestra relación con los demás, podemos reconocer la diferencia entre una relación llena de vida, que fluye y es creativa y otra que empieza a decaer, que se ha paralizado, que habita en el ámbito de las opiniones fijas, de la oposición.

En esos símbolos y metáforas encontramos también una extraordinaria universalidad. En el Nuevo Testamento la palabra griega para el Diablo es Diavolus, aquello que se encuentra a la mitad del camino, obstaculizándolo, es decir, que bloquea el flujo de la corriente. La palabra hebrea es Schaitan —Satanás— que significa “el adversario”, la oposición que surge en nuestro camino, que nos bloquea. Jesús, por ejemplo, dice “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. En la Epístola a los Hebreos, si no me equivoco, se describe a Jesús como el que triunfa sobre la muerte y exactamente la misma palabra se usa para describir la victoria de Buda sobre Mara: Buda es el Jina, el maestro que ha logrado liberarse del karma.

Una de las imágenes más poderosas de Satanás o el Diablo en la literatura occidental es el infierno dantesco. En la sección dedicada al infierno en La divina comedia, Dante desciende en círculos hasta llegar al noveno, una plataforma de hielo en cuyo centro exacto se encuentra Satanás, sumergido hasta el pecho batiendo sus alas de murciélago, difuminando con su aleteo un viento helado por doquier.

Estamos frente a dos culturas completamente diferentes donde no hay un préstamo aparente: la imagen de Namuci que retiene las aguas y la imagen de Satanás en el agua congelada, agua que no fluye. Incluso en la literatura secular contemporánea es posible hallar ejemplos de una continua meditación en torno del estado demoníaco, de congelación, de parálisis, de falta de vida. Probablemente las descripciones más poderosas se encuentren en Kafka y en Beckett. Las palabras iniciales de El proceso, de Kafka,  son escalofriantes: “[...] sin que éste hubiera hecho nada malo, [Josef K.] fue detenido una mañana.” “Detenido” significa arrestado, cautivo, incapaz de moverse, de vivir. Pero no está consciente de haber hecho algo malo. Creo que así es nuestra propia experiencia. Nos sentimos paralizados sin saber por qué no podemos vivir plena y creativamente. Mara es una manera de referirse a todos esos aspectos que nos hacen fracasar en nuestro intento por vivir, y tal pareciera que ocurren sin que tengamos control alguno sobre ellos. Josef K. estaba ocupado en sus asuntos cierto día y, de repente, fue arrestado, justo de la misma manera en que Buda está sentado meditando a la orilla del Neranjara y, súbitamente, viene Namuci a hablarle...

Namuci o Mara es algo que surge, que irrumpe, de pronto, y que pareciera poseer existencia autónoma. En nuestra práctica meditativa, pongamos por caso, no estamos en el río Neranjara, sino en El Santo Desierto y nuestra mente está en calma, observando la respiración, cuando de súbito surge una voz en nuestra mente. Shantideva —a quien me he referido antes— lo describe como un grupo de bandidos que nos merodean a la espera de una oportunidad de irrumpir en la casa de nuestra mente y, cuando lo logran, nos roban los tesoros que poseemos en nuestra mente.

Si revisamos la psicología jungiana, la neurosis se describe como conflictos autónomos en el interior de la psique. Cuando nos dejamos apabullar, por decir algo, por alguna preocupación o fantasía, es como si eso tomara el control de nuestra mente. Shantideva nos propone trabajar esto mediante lo que denomina “el vigía de la conciencia plena”, apostado a la puerta de cada uno de nuestros sentidos. La función de la conciencia plena es notar el instante mismo en que arriba algún pensamiento que nos cause disturbios, o el principio de alguna emoción problemática. Conforme nos volvemos más enfocados, más presentes, estamos más alertas para localizar el surgimiento de estas fuerzas. No es cuestión de intentar desvanecerlas sino de reconocerlas, de estar conscientes de ellas, de verlas tal y como son.

Pero lo que ocurre con frecuencia es que nos sentamos a meditar observando nuestra respiración y sintiéndonos muy tranquilos y abiertos, y luego... lo único que sabemos es que sonó el timbre y nos damos cuenta de que, en realidad, se han perdido quince o veinte minutos de nuestra vida y, a veces, ni siquiera podemos recordar qué fue tan interesante como para arrastrarnos lejos, lejos...

En otro sentido, Mara es también una manera de referirnos a la pérdida de la conciencia. Cuando empezamos a meditar, suele suceder que uno de nuestros descubrimientos iniciales es cuánto tiempo pasamos sin conciencia alguna o con una conciencia mínima. Tenemos la ilusión, al volver la vista al pasado, de haber sido una persona consciente, pero si alguien nos preguntara “¿qué hiciste ayer?”, respondemos “Me levanté e hice esto y aquello y fui aquí y allá...”, todo parece una cadena ininterrumpida de sucesos, mas si lo analizamos más de cerca —y la meditación es muy buena para eso— nos damos cuenta de que, en realidad, nuestra memoria o el ayer están conformados tan sólo por unas cuantas isletas de conciencia separadas por grandes océanos de inconciencia que solemos hilvanar.

La conciencia es una vía para vivir con plenitud. La vida y la conciencia van de la mano, mientras que la pérdida de la conciencia, la pérdida de reconocimiento es un tipo de muerte.

Echemos otra miradita a nuestro texto, cuando Buda le responde a Namuci:

—Puedo ver a todas tus huestes a mi alrededor, con Mara al frente de ellas, montado sobre un elefante, y voy a la batalla, incluso cuando ni el mundo entero puede derrotar a tus ejércitos, voy a destruirlo con el poder de la sabiduría, como si fuera una vasija de barro crudo aplastada por una piedra...

Aquí Buda —no olvidemos que estamos inmersos en el lenguaje simbólico— ve que el gran poder que amenaza con destruir mi vida a cada momento es el poder de Mara. De hecho, vemos lo mismo en el cristianismo, cuando san Pablo describe al diablo como el deus de su eón, el dios de su época. O cuando san Juan se refiere en su evangelio a Satanás como el gobernante del mundo. En el budismo esta misma idea está presente cuando Mara es identificado también como Kamadeva, el dios que gobierna el mundo de la esfera de los sentidos.

Mas Buda dijo:

—Puedo ver lo que sucede, puedo ver cómo me rodean estas fuerzas pero voy a destruirlas como una vasija de barro crudo aplastada por una piedra...

¿Qué significa esto? Imaginemos que en el cuarto de atrás tenemos una vasija de barro cocido y otra de barro crudo. De lejos parecen iguales pero si le arrojamos una piedra a la de barro cocido, simplemente hará un sonido —bing— y se tambaleará un poco; en cambio, si le tiramos la misma piedra a la vasija de barro crudo, ésta se hará pedazos —crash—.

Cuando nos rodean las huestes de Mara, el problema es que pensamos que realmente son ejércitos. A veces, cuando nos asaltan la ansiedad o la preocupación, parecen tan poderosas que carecemos absolutamente de una forma de ofrecerles resistencia. En ocasiones, un pensamiento sumamente trivial puede tomar el control total de nuestra vida. Suelo ser neurótico o preocupón y puede aturdirme una idea vana como “¿llegaré a tiempo al aeropuerto?”. Puede volverse tan poderosa que se convierte en lo único en lo que puedo pensar, mi cuerpo entero empieza a estresarse, mi ritmo cardiaco se acelera, tan sólo por ese pensamiento, cuando la verdad es que realmente no importa... pero ¡es tan poderoso!...

Por lo tanto, una de las herramientas o estrategias más efectivas de Mara es aparecer delante de nosotros como alguien más poderoso de lo que realmente es. Cuando empezamos a ver, digamos alguna fantasía o temor simplemente como el resultado condicional de ciertos pensamientos que tienen lugar en la mente, y los vemos como lo que realmente son, comienzan a perder su poder sobre nosotros y también empezamos a notar que estas cosas no son permanentes. Y algunas veces, pongamos por ejemplo cuando nos deprimimos, estamos totalmente convencidos de que esa depresión nos durará para siempre, que nunca se va a ir. Pero este dukkha del conocimiento pleno consiste en ver cómo todo es contingente, efímero y transitorio de un modo que no tiene nada que ver con lo poderoso. En consecuencia, conquistamos a Mara no al destruirlo, sino al ver las cosas como son. Esto es lo que Buda denomina el poder de la sabiduría. En casi todos los diálogos entre Buda y Mara se llega casi siempre a la misma conclusión. O bien Buda dice: “Te conozco, Mara” o Mara afirma: “El Buda me conoce” y luego, se desvanece. Por consiguiente, la vía hacia la libertad es la vía de la inteligencia, la comprensión y la sabiduría.

Uno de los aspectos más sorprendentes acerca de los pasajes donde aparece Mara es que la mayoría de ellos ocurre sólo después de que Buda ha alcanzado la iluminación. El pasaje que relataré a continuación es, de hecho, bastante atípico. Muchas veces se nos dice que Buda es quien ha vencido a Mara y tenemos esa bellísima imagen de la iconografía budista donde Buda está sentado, bastante sereno y alrededor de él gira un halo compuesto por una suerte de demonios que le lanzan objetos mientras él mantiene una actitud inalterable. Cabe subrayar que este episodio no se incluye en el canon pali. En este canon, la mayoría de los episodios con Mara suceden después de que Buda ha derrotado a Mara. En efecto, Mara tiene un último encuentro con Buda tan sólo tres meses antes de morir. De tal forma que Mara no es algo de lo que podamos deshacernos mediante una práctica intensiva de meditación. Inclusive Buda tiene que librar la lucha constante con Mara.

Desafortunadamente, conforme el budismo se fue convirtiendo cada vez más en una religión, el Buda se transformó de manera paulatina en alguien perfecto. De acuerdo con la mayoría de las tradiciones, Buda es simplemente sabiduría, compasión, todas las cualidades positivas y no hay nada en él ni remotamente asociado con el mundo, como la avaricia, la aversión o el miedo... esas cosas sencillamente no le suceden a Buda. Tal noción del Buda hace todos los encuentros con Mara posteriores a la iluminación más ininteligibles. Como yo lo entiendo, la avaricia, el odio y la mentira no son simples y llanas características informes de la mente, sino que están intrincadas en nuestra neurobiología. El odio y la avaricia nos han servido como ventajas para nuestra evolución. No creo que una cantidad determinada de meditación vaya a borrar en cierta medida estas tendencias de nuestro cerebro reptil. Quizá la única manera de deshacernos de ellas estribaría en algún tipo de neurocirugía. Pero, a mi modo de ver, ésta es la manera más convincente de entender por qué aun después de la iluminación, el Buda es atacado por Mara.

Entonces debemos reconsiderar: ¿qué se quiere decir con la libertad o la liberación a la que se refiere el budismo? ¿Se alcanza al destruir algo? ¿O, como dice el texto, al cortar de tajo hasta el último pedazo del tronco del árbol? ¿O acaso esta libertad se obtiene al entablar una relación radicalmente distinta con las cosas? Es éste el punto que se expone al final del Pathãna Sutta. El sutra, de hecho, está dividido en dos partes: los primeros veinte versos dan cuenta de un periodo previo a la iluminación y los últimos cinco tienen lugar en un momento posterior a ella. La primera parte es anterior y la segunda parte de la puesta en escena (los últimos cinco versos) relata los sucesos posteriores a la iluminación. Doy lectura al texto. Habla Mara:

—He seguido a Buda durante siete años y he observado cada uno de sus pasos y ni siquiera una vez he podido tener acceso a él; siempre está completamente despierto y consciente. Recuerdo haber visto una vez a un cuervo rondando sobre un trozo de carne tirado en el piso: “Comida” —pensó— pero el trozo de carne resultó ser una piedra dura e inmasticable y el cuervo se alejó, rabiando. “Ya fue suficiente.” —Soy como ese cuervo comiendo piedras, ¡me retiro! ¡Ya tuve suficiente! ¡He terminado con Gautama!

Mara estaba tan alterado por este fracaso que dejó caer la guitarra que siempre llevaba consigo y, al momento en que la guitarra tocó el suelo, Mara desapareció.

Alguna vez William Blake afirmó: “el Diablo siempre se lleva las mejores líneas”, en alusión al Paraíso perdido de Milton. Y es verdad; algunas de las piezas literarias más poderosas en imágenes, metáforas y argumento son las que se han escrito en torno de Mara. ¿Qué sucede aquí? Todo parece sugerir que Buda no ha destruido a Mara, que no ha logrado destruir en su interior ciertos sentimientos, ciertas emociones, determinados pensamientos. Pero sí se ha vuelto inaccesible, se ha blindado, de manera que esas emociones no tienen dónde aterrizar, no tienen de dónde cogerse y quizá podamos entenderlo como una mente abierta por completo, libre de aprehensiones: no hay nada en ella, ningún nudo fijo de donde puedan agarrarse.

En ocasiones yo siento que mi mente es como una pista de aterrizaje lista para Mara. Pero hay momentos —rarísimos instantes— en que estamos sentados meditando y podemos estar con todo lo caótico y loco que sucede sin que nos arrastre consigo.

En cierto modo todo este lenguaje es simbólico, metafórico. Buda representa una posibilidad de la mente y Mara representa otra. Y ambas posibilidades están ahí, a nuestra disposición, a cada momento. Podemos ser Buda o podemos ser Mara en este momento; es nuestra elección. Buda es una manera de referirse a una conciencia abierta, que no se empeña en asir las cosas, incapaz de dejarse llevar por pensamientos negativos o limitantes. La mente se encuentra en una conciencia ilimitada, pura, sin prejuicios de los que Mara se pueda agarrar.

Otra palabra con la que Buda se refiere a Mara es Antaka. “Anta” significa “límite, frontera o término” y “ka” significa “el que impone” (límites, fronteras, etc.). En consecuencia, Mara es una condición limitante de nuestra experiencia. Si nuestra mente se queda encerrada bajo llave por algo que deseamos o que nos obsesionamos en destruir, algo que odiamos o nos asusta o nos hace sentir celos, en cada uno de estos casos, nuestra mente está limitada por ese estado de sentimiento o percepción. Volvemos a la misma metáfora con la que comenzamos: una condición limitante es aquella que le pone trabas a nuestra vida, por ejemplo, cuando a causa de los celos vivimos con menos plenitud de lo que podríamos vivir.

En esta práctica estamos aprendiendo a reconocer cómo nos autolimitamos, cómo nos confinamos y, en cierto modo, cómo nos aniquilamos. La conciencia plena y la capacidad de reconocer constituyen nuestra posibilidad de vivir sin estar cercados por alguna orilla peligrosa, por algún límite específico.

Me gustaría concluir con unos versos de William Blake que capta este mensaje de manera muy hermosa:

Si las puertas de la percepción se limpiasen, todo aparecería ante el hombre como realmente es: Infinito. Porque el hombre se ha encerrado a sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las pequeñas rendijas de su caverna.

También aquí encontramos la oposición entre una percepción limpia, que es una bella manera de describir la meditación, donde el mundo se vuelve infinito e ilimitado y la percepción trunca en la que el hombre se ha enclaustrado, en la que sólo puede ver a través de una pequeña ranura lo que es posible. Mañana hablaremos de la contraimagen de Mara, es decir, de la naturaleza de Buda.

Trad. de Irlanda Villegas